16 febrero 2011

Acariciando aceras - 97



Me estremece
la nieve que olvida
su pasado fluido
agua paciente en su espera
a la llegada del frío
y cuajarse en la flor de la higuera
hasta ser cristales
brillante ojo místico,
universal,
propio y ajeno,
racional
animal
esencia de toda índole.

Y un nombre
que nos niega
si lo digo

Quiero permitirme dejar
mi mirada mirarse
sin obligarse en mi ombligo

Quiero permitirme dejar
ser reloj, números, ritmo
polvo de oro del tiempo conmigo

Ya va sola esta andanza
sabe sonreir al paladar
en los distintos sabores
del arte de amar:
música, poesía, teatro
pintura, escultura y danza

Música



[...] para Franz es el arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez. Uno no puede embriagarse fácilmente con una novela o un cuadro, pero puede embriagarse con la novena de Beethoven, con la sonata de Bartok para dos pianos y percusión o con las canciones de los Beatles. Franz no distingue entre la llamada seria y la música moderna. Esa diferencia le parece anticuada e hipócrita. Le gusta tanto el rock como Mozart.

Para él la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse. Le gusta bailar y lamenta que Sabina no comparta esta pasión con él.

Están los dos en un restaurante y mientras comen se oye por los altavoces una sonora música rítmica.

Sabina dice:

- Esto es un círculo vicioso. La gente se vuelve sorda porque pone la música cada vez más alto. Y como se vuelve sorda, no le queda más remedio que ponerla aún más alto.
- ¿No te gusta la música? - le pregunta Franz.
- No - dice Sabina. Luego añade- Puede que si viviera en otra época... - y piensa en el tiempo en que vivía Johann Sebastian Bach, cuando la música era como una rosa que crecía en una enorme planicie nevada de silencio.

El ruido disfrazado de música la persigue desde su infancia. Cuando estudiaba en la academia de pintura, tuvo que pasar unas vacaciones enteras en la llamada Obra de la Juventud. Vivían en unas habitaciones comunes y trabajaban en la construcción de una siderurgia. La música aullaba desde los altavoces a partir de las cinco de la mañana y hasta las nueve de la noche. Le daban ganas de llorar, pero la música era alegre y era imposible escapar de ella, ni en el retrete, ni en la cama bajo la manta, los altavoces estaban por todas partes. La música era como una jauría de perros de presa que hubieran soltado tras ella.

Entonces pensaba que esta barbarie musical sólo imperaba en el mundo comunista. En el extranjero comprobó que la transformación de la música en ruido es un proceso planetario, mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total. El carácter total de la fealdad se manifestó en primer término como omnipresente fealdad acústica: coches, motos, guitarras eléctricas, taladros, altavoces, sirenas. La omnipresencia de la fealdad visual llegará pronto.

Cenaron, subieron a la habitación, hicieron el amor y a Franz se le confundían las ideas en el umbral del sueño. Se acordó de la ruidosa música durante la cena y pensó: "El ruido tiene una ventaja. No se oyen las palabras". Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la anti-palabra! Anhelaba estar durante mucho tiempo abrazado a Sabina, callar, no decir ya nunca más una sola frase y dejar que el placer se funda con el estruendo orgiástico de la música. En medio de aquel feliz ruido imaginario se durmió.

[...]

[Extracto de 'La insoportable levedad del ser', de Milan Kundera]