15 marzo 2012

Hojas (V)

Un día me empeñé en cerrarlo todo bajo llave. Las cáscaras, el pelo, las uñas, el papel que había usado...
En una mano el hacha. En la otra, algodón.
Nunca se sabe cuando es el momento de cortar con todo y volar a ras de suelo.
En un cofre indescifrable.
Debajo de mi capucha.

Hojas (IV)

Lo que no le gustaba era aquello que sentía tan propio, tan adentro de sí y no podía ver ni coger ni estirar ni retorcer ni arrojar a la vía para que saltara en mil pedazos al paso del tren.

Como cortar los rayos que abrasan las sábanas y las sogas que ahorcan la almohada.

Ella lo hacía con sólo mirarlo.

Hojas (III)

Descapuchó el rotulador de tinta permanente.
Repasó con precisión la silueta en el papel. Cogió con cuidado el dibujo y lo puso ante sus ojos.
'Esta es mi mano', dijo con orgullo.

Pinchó el papel en su corcho, salió de la habitación, fue al taller y se la amputó.

Hojas (II)

Sssht, sssht, sssht, sssht,...
Mientras el barbero afilaba la navaja, siempre le preguntaba '¿Me cortas una oreja?'.
Iba a cortarse el pelo cada semana. Le gustaba llevar puesto siempre su sombrero italiano.

Hojas

Desde que comenzaron aquellos anuncios de Teletienda de cuchillos con nombres japoneses, adoro cortar y cómo se estimulan mis sentidos al realizar esos cortes tan limpios.

Con un buen tomate, por ejemplo. Duro, casi rojo, mediano. Lo coloco bajo mi mirada, sobre la tabla. Cojo el cuchillo de hoja de cerámica. Primero dos cortes precisos desde arriba, pasando por el centro de la pieza, trazando una cruz. Sssct. Sssct. Amo ese sonido: desliza suavemente por dentro y se interrumpe, seco, al contacto con la madera. Giro la mano sin soltar el tomate para finalizar con un corte en horizontal, paralelo a la superficie de apoyo. Suelto los dedos y caen, como una flor abriéndose, ocho hermosos trozos de rojo tierno y jugoso.

Después, lo mismo lo dejo ahí que lo tiro. Sólo como carne.