Todas las habitaciones y estancias del hotel Uma, en el reino budista de Bután, olían a una mezcla de eucalipto, geranio y pipermín. Al abandonar el hotel cada huésped era obsequiado con un pequeño frasco de aceite con ese aroma peculiar para que acompañara al viajero en su memoria. Ese aceite dorado me lleva ahora a los días vividos en aquel país de la felicidad, en un valle del Himalaya, donde en las cunetas y en los prados crece espontáneamente la marihuana, que devoran las cabras, las vacas y los cerdos. Aunque en Bután está prohibido fumar, basta con tomarte un filete para ascender a la cima de la nieve más alta sin abandonar la hamaca. Creía que regalar el aroma del hotel a los huéspedes en su despedida como la llave de un recuerdo feliz, era una cota espiritual de aquellas almas budistas tan delicadas, pero, al parecer, ese método de captación por el olfato ha sido incorporado también por las empresas capitalistas más evolucionadas cuyas oficinas, despachos y salas de juntas se hallan impregnadas de un olor propio, muy sensitivo, que acompaña siempre a sus ejecutivos y empleados, donde quiera que se hallen, y les obliga a reaccionar con el reflejo del perro de Pavlov. Ese aroma les servirá siempre de acicate para rendir más. Hasta las cumbres incontaminadas del reino de Bután, pobladas de monjes color sangre que desfilaban ronroneando y tocando las esquilas bajo los abetos, no llegaba el verdadero hedor de la humanidad. En Katmandú olían a carne quemada las escalinatas del río Bagmati, donde ardían los cadáveres ante los saltos mortales que daban los monos sobre las piras. Más abajo en Calcuta se extendía la vida a ras de la muerte. La resistencia de la gente ante el dolor; la sorpresa de sentirse vivos al final del día; la travesía de la noche como una conquista expandían un olor fermentado. Ciertamente nuestro país no despide el aroma a eucalipto, a geranio y a pipermín de aquel valle del Himalaya. Entre los recuerdos sensoriales que se trae uno de aquel viaje, el hedor escalfado que arrastraba la corriente del Ganges, es el más apropiado para explicar la tragedia económica de empresas y bancos quebrados, la corrupción e idiotez política que preside nuestra desesperación ante un horizonte cerrado.
[Manuel Vicent - El olfato]