Mucho habría sorprendido a los gurús de la prospectiva del siglo pasado saber que estos primeros años del siglo XXII estarían conmocionados por un intenso debate jurídico. Una apasionada discusión que enfrenta a la Humanidad en dos facciones, y de cuya resolución depende, sin paliativos, el futuro del Homo Sapiens. Sorprendentemente, la cuestión nada tiene que ver con las preocupaciones de otras eras.
Con los desiertos transformados en vergeles gracias a la inagotable energía que proporciona la fusión de hidrógeno, hemos superado el hambre y el calentamiento global. Las emisiones a la atmósfera fueron eliminadas, y los potentes sistemas informáticos de control económico redistribuyen la riqueza a nivel planetario. La esperanza de vida es más que razonable, limitada sólo por las tasa de sostenibilidad demográfica. Los conflictos mundiales se han sometido al arbitrio ineludible de la ONU.
Hoy, las amenazas no vienen por ahí. No es una guerra la que divide a la Humanidad, ni las tensiones religiosas o ideológicas las que atenazan su desarrollo. Ningún conflicto que fuese esperable o previsible ha escapado al control y al perfeccionamiento de las ciencias sociológicas y políticas. Nada, excepto el Interbrain.
Todo comenzó con el invento de los transductores cerebrales. Igual que en su día sucedió con la aparición casi espontánea de Internet, la conexión directa con el ordenador proporcionó al ser humano primero una diversión, y luego una herramienta. La manipulación informática sin periféricos, realizada gracias a un pequeño chip pegado al cuero cabelludo, fue como un juego durante los primeros años.
Primero sirvió para crear un sencillo interface que reemplazó al antiguo joystick de las consolas de juegos. Este sistema de comunicación con la máquina superó enseguida a los convertidores de voz y, por supuesto, a los obsoletos teclados. Pero su verdadera fuerza, el estallido de lo que acabó conociéndose como “La era Interbrain”, aún tardó algunos años en dejarse sentir. Fue hacia 2071, cuando los convertidores de software copiaron el sistema neuronal del cerebro humano, y la relación con el ordenador pasó a ser directa, sin ningún hardware intermedio ni sistema operativo.
La gente comenzó a “pensar” partes de su vida en el ordenador, y a grabar los recuerdos más perecederos en sus Discos Duros Privados de Hiperseguridad (DDPH). La memoria humana externa pasó a ser una realidad.
Viejos temores resucitaron con esta hibridación de hombre y máquina. Hubo quién auguró ciber-guerras, como las descritas por la ciencia-ficción del siglo XX, en las que los robots pugnaban por dominar a los humanos. Pero, una vez más, rompiendo los vaticinios de la más aguda prospectiva, la Humanidad asimiló esta nueva herramienta y la utilizó en su beneficio. Igual que antes había hecho con el hacha neolítica, con la penicilina, con la píldora anticonceptiva o con la fisión nuclear, el hombre no dejó de ser hombre por culpa de la ciencia, sino que pasó a ser un hombre más completo.
La vigilancia se mantuvo alerta, sin embargo, durante décadas. Los puritanos impulsaron estrictas leyes de privacidad, de protección de datos personales, de herencia. Se reguló si los hijos podían acceder a los archivos de recuerdos de sus padres, y bajo qué circunstancias. Se dictaron sentencias sobre el borrado integral de discos personales de seguridad. Se vetó el acceso a ellos a la policía, al igual que en su día se había denostado la tortura como medio de acceder a los secretos del otro.
Todo parecía bajo control hasta hace cuatro años. Entonces todo el mundo usaba ya el transductor cerebral para las tareas más simples, como contestar a su correo electrónico o chatear por la venerable Internet. Se dice que fue un grupo de jóvenes del Levante español el primero en crear una comunidad mental digital, es decir, los primeros en intercambiar información de mente a mente utilizando la vieja red como soporte. Había nacido Interbrain.
Los cambios que trajo este “chateo mental directo” pasaron desapercibidos para las autoridades y hasta para los expertos. Poco a poco, las comunidades mentales digitales se fueron extendiendo por el planeta, igual que en el pasado sucedió con Internet, sin que nadie percibiese la revolución que anticipaban.
Los grupos de diálogo comenzaron a entremezclar a personas de todos los puntos del planeta, que nunca se habían visto en persona pero que comenzaban a poner sus recuerdos y experiencias vitales en común. Y lo más importante, a tomar decisiones juntos.
Hace dos años surgió la primera Confederación Personal. La componían 232 individuos de todas las edades y sin ningún vínculo social o religioso. Pronto se evidenciaron sus efectos: tres centenares de cerebros tomando decisiones al unísono en tiempo real consiguieron un poder casi omnímodo, demoledor, real. Gracias a sus agendas vitales compartidas, comenzaron a anticiparse a las decisiones económicas de la Bolsa, a las sanciones de sus gobiernos locales, a las modas de sus entornos locales. Aprovechando los conocimientos comunes, un médico era a la vez un arquitecto y un luthier. Y un abogado, y un maestro, y un bombero. Comenzaron a ser tratados como una secta.
Paradójicamente, fue el hecho biológico de la muerte la que provocó que las Confederaciones Mentales se escapasen de todo control. Sucedió el 1 de enero de 2103, cuando un individuo falleció físicamente, pero su back-up quedó insertado en su comunidad. Luego le siguieron otros, que incluso buscaron la muerte voluntariamente para quedar grabados eternamente en la Interbrain.
En estos momentos, el modelo de Humanidad está en crisis. La asamblea general de la ONU se encuentra reunida en sesión permanente desde hace dos meses, debatiendo la cuestión más peliaguda de la historia: ¿Se autorizará la denominación de “persona” a las Confederaciones Mentales? ¿Serán tratados como individuos o como colectivos? ¿Qué poder político tendrán? ¿Cuánto valdrá su voto, como uno, o como el total? Estas dudas atenazan hoy al futuro del hombre.
¿O quizá debería decir del Hombre, con mayúsculas?
PD.- Yo mismo escribo estas líneas desde el ordenador que sirve de soporte a lo que fue mi consciencia e intelecto, porque yo soy aquel hombre que falleció el 1 de enero de 2103. ¿Me borrarán algún día? ¿Podrán llegar estas reflexiones hasta vosotros? Lo desconozco porque, terriblemente, ya no depende de mí.
Luis C. Congil, periodista de 35 años, residente en Vigo, Pontevedra.
Ganador de la 8ª edición de la cuestión del programa de La 2 'Redes', que en esta ocasión era '¿Te atreves a imaginar cómo será el mundo en el año 2105?'
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