Dos candiles rasgan la penumbra sellando la bodega de sabores.
De cabeza a la alberca, copa en mano, no hay resaca de otros labios.
Son tan fuertes las riendas de acero que la piedra entrega su cara labrada.
La sábana se abre y el viento le habla del frío que despierta la calle.
Se arropa sobre lechos de papel de aluminio y sueña que no se ha ido.
Observa, callada, arriba, las gotas servidas y no se inmuta pero los ama.
Las lunas transparentes muerden viveros de agua y resopla de alivio el viento helado.
Una suave gasa de luz envuelve el habitáculo y se desvanece el carmín recién quemado.
Cuando es hilo la voz de blanca el pozo se llena de una uva caprichosa.
Se siembra la tierra de péndulos, de muñecas y se afilan las pestañas.
Y por un tiempo no se detiene el enroque de esfera y vacío...
y la paradoja asoma por instantes: querer lo que no se quiere.
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