31 mayo 2011

Las metáforas son peligrosas



[...]

Tomás casi se asustó: sí, recordaba que había hecho el amor con ella en la alfombra [...]¡pero había olvidado por completo la tormenta! Era extraño: podía recordar todas las citas que había tenido con ella, había registrado incluso, con precisión, el modo en que había hecho el amor [...] recordaba algunas frases que ella pronunció mientras hacían el amor [...] hasta se acordaba de cómo era su ropa interior, pero de la tormenta no sabía nada.

Su memoria registraba, de sus historias amorosas, sólo la empinada y estrecha senda de la conquista sexual: la primera agresión verbal, el primer roce, la primera obscenidad que le dijo él a ella y ella a él, todas las pequeñas perversiones a las que había ido conduciéndola gradualmente y las que ella había rechazado. Todo lo demás (casi como con cierta pedantería) había sido eliminado de la memoria. Hasta había olvidado el lugar donde había visto por primera vez a aquella mujer, porque ese instante transcurrió antes de su propio ataque sexual.

La chica hablaba de la tormenta, sonreía al recordarla y él la miraba asombrado y casi sentía vergüenza: ella había vivido algo hermoso y él no lo había vivido con ella. El doble modo en que la memoria de los dos había reaccionado ante la tormenta nocturna contenía toda la diferencia que hay entre el amor y el no-amor.

Al emplear la palabra no-amor, no quiero decir que tuviera una relación cínica con esa chica ni que, como suele decirse, no reconociese en ella más que un objeto sexual [...] No fue él quien se comportó mal con ella, la que se comportó mal fue su memoria que, por su cuenta y sin la intervención de él, la expulsó de la esfera del amor.

Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica, que podría
denominarse memoria poética y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida. Desde que conoció a Teresa ninguna mujer tenía derecho a imprimir en esa parte del cerebro ni la más fugaz de las huellas.

Teresa ocupaba despóticamente su memoria poética y había barrido de ella las huellas de las demás mujeres. No era justo, porque por ejemplo la chica con la que había hecho el amor en la alfombra durante la tormenta era tan digna de poesía como Teresa.

[...]

Su aventura con Teresa había empezado precisamente en el mismo punto en que terminaban las aventuras con otras mujeres. Tenía lugar al otro lado del imperativo que le impulsaba a conquistar a mujeres. No pretendía descubrir nada en Teresa. A Teresa la recibió descubierta. Hizo el amor con ella antes de que le diese tiempo de coger el escalpelo imaginario con el que abría el cuerpo yacente del mundo. Antes aún de que tuviera tiempo de preguntarse cómo sería cuando hiciera el amor con ella, ya
le estaba haciendo el amor.

La historia de amor empezó después: le dio fiebre y él no pudo mandarla a su casa como a otras mujeres. Se arrodilló junto a su cama y se le ocurrió que alguien se la había enviado río abajo en un cesto. Ya dije que las metáforas son peligrosas. El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.

[Fragmento de la novela 'La insoportable levedad del ser', de Milan Kundera]

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